domingo, 1 de agosto de 2010

Dos incidentes inesperados

Hoy sábado estuve todo el día sola, cuidando la reserva Canangucho (básicamente se trata de permanecer en la cabaña principal), mientras Chan hacía compras y diligencias en Leticia. Esperábamos a diez turistas brasileros que se iban a quedar aquí por esta noche, pero cancelaron a última hora. Malas noticias para Chan, pues esperaba esos ingresos para pagar los gastos del traslado. En todo caso eso era todo lo que estábamos esperando para empezar a desmontar el lugar. Se trasladará al kilómetro 11 y en los próximos cinco días estaremos desbaratando cosas, desmontando cabañas y empacando enseres. Creo que lo más duro serán las 2 cabañas y la maloca, construidas todas en madera con techo de palma (la maloca es toda de palma). Chan debe contratar a dos personas para que le ayuden, además de Panduro (uno de los visitantes más asiduos del lugar, que merecerá un capítulo aparte, en otro post). Lo demás será trabajo de desbaratar las camas, construidas en palo, empacar colchones, y meter en cajas las cosas de la cocina y de la cabaña de Chan, que son las más equipadas.

Tuve un par de incidentes en el día. Por la mañana me bañaba en el lago, en el baño de aquí, hecho a lo natural: una plataformita de madera junto al lago donde uno se baña a totumadas. Es delicioso, porque siempre hace calor y el agua fría es refrescante. Además se puede usar toda la que se quiera, pues vuelve de nuevo al lago y no se desperdicia. Estaba en esas cuando se me cayó el jabón al agua y se fue hasta el fondo, que no parece muy profundo a juzgar por lo que se mide a través del agua clara. No serán más de dos metros de profundidad, pensé. Pero Chan siempre me ha recomendado no meterme al agua pues en el lago hay anacondas y ya todos sabemos lo que puede pasar. Los peces se acercaron curiosos a olisquear mi jabón (¿serán pirañas?, lo parecen...) y comprendí que si dejaba mi jabón allí se desharía entero y sería una fuente innecesaria de contaminación. Pensé en sumergirme apenas por un momento, pero la verdad es que no fui capaz. En vez de eso tuve una idea mejor: fui por el rastrillo con el que se barren las hojas secas, y asunto arreglado. En efecto, el lago tiene poco más de un metro de profundo y la herramienta fue perfecta. No tuve contratiempos.

Bajo un sol abrasivo estuve lavando ropa (mi pantalón ya no aguantaba una puesta más) y barriendo las hojas secas, una tarea de todos los días, pues el viento y la lluvia no dan tregua con los árboles que dan sombra en la entrada, el comedor y la cabaña principal. Recogí la mierda que la gata deja bajo el comedor, según Chan, pero no creo que un gato pueda cagar tanto y trozos tan grandes. Yo creo que son los perros que se meten a buscar comida. Lo cierto es que el lugar vive lleno de mosquitos y a veces es imposible comer con tranquilidad, pues aparte del techo de palma no hay paredes ni mosquiteros para aislar a los bichos. Los mosquitos en la Amazonía son el dolor de cabeza de nativos y extranjeros, y no he sabido de un remedio verdaderamente eficaz, más que acostumbrarse y aceptarlo como una condición "sine qua non" para disfrutar de estos paisajes y estas gentes maravillosas. Los de aquí sufren las picaduras por igual, o quizá menos, pero nadie las puede evitar del todo.


Mientras cocinaba en la mañana tuve mi segundo incidente del día: estaba poniendo un tarro en su puesto cuando sentí tremenda punzada en el meñique que me hizo soltar todo y olvidarme de lo que estaba haciendo. Tan intenso era el dolor. Era como si me clavaran una aguja gruesa hasta el hueso. Me sacudí la mano y en medio del dolor me miré. Tenía clavado un aguijón negro, del que sobresalía una tripa blanca: una picadura de abeja. Afortunadamente no me he cortado las uñas en estos días y pude sacármerlo sin problemas, pero los que hayan sufrido picaduras de abejas sabrán de lo que hablo cuando digo que el dolor permanece igual de intenso por largos minutos ( ¿o serán segundo que parecen minutos?) hasta empezar a desvanecerse lentamente.

Afortunadamente la cosa no pasó a mayores, y quizás gracias a que succioné el picotazo con fuerza, me lavé con agua lluvia abundante y sacudí bastante la mano, no se me hinchó ni se enconó (o quizás porque no pasa eso con las picaduras de abeja... ¿será? ¿ o serán las abejas del Amazonas?). Duró doliéndome todavía un par de horas, pero al cabo se desvaneció del todo y me dejó un dolor de cabeza lejano (lo deduje porque no me dolía la cabeza desde que llegué aquí), y un sopor que me obligó a recostarme un rato antes de seguir mis tareas. Lo superé con un tinto cargado y ponerme nuevamente en actividad para no sorocharme en un largo sueño vespertino. Ya estoy bien del todo y no me quedó ni rastro de la picadura.

Chan volvió sobre las seis de la tarde, cargado con cajas para empacar y algo de mercado para sobrellevar los días que nos faltan. Se nos acabaron las vacaciones aquí, los largos días de mirar el canaguchal y hablar de todo un poco sin hacer mayor cosa que el almuerzo, el baño y algo de aseo. Se nos vienen días duros, de desmontar todo. Pero estoy emocionada: sin duda aprenderé cosas nuevas y además podré retribuirle a Chan la generosidad que tuvo al recibirme aquí.

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