jueves, 31 de enero de 2013

El sur me llama

O quizás es el oriente. A veces también tiene la voz del norte. Y definitivamente algo muy al occidente, en medio del mar. Pero ese nos llama a todos, alguna vez. Es la voz del viento rugiente llamando a Ooruk para que salga a correr en medio de la noche helada, solo para encontrarse con su madre foca en la orilla de la playa. La voz que llama, la que no puede ser ignorada, aunque nos juguemos la vida a que sí. La que vuelve. La que sabe.
Bueno, Esa voz me está llamando de nuevo.

domingo, 1 de agosto de 2010

Regalo de cumpleaños

Sorpresa: vuelvo para mi cumpleaños.

No puedo separarme de mi Bogotacita helada y ruidosa, que necesita que le echen una mano en esto de la relajación.

Arianne y Nicolás

Finalmente encontré la casa en el árbol donde vive la amiga canadiense que hice aquí en mi primer viaje. Es pequeña y encantadora, sencilla hasta el extremo, con una cama, una silla y un mesoncito por todo mobiliario. Es extraño ver una casa encaramada en un árbol, sostenida por largas vigas de madera, pero que tiene suelo de cemento, sanitario fregadero y ducha. El sifón de los dos primeros cae directamente en la tierra, bajo el árbol. El del sanitario... no me fijé, pero supongo que hay una cañería de aguas negras ;)

Arianne vive con Nicolás, su novio colombiano con el que lleva ocho meses desde que se conocieron en Buenos Aires. Atravesaron Suramérica a pie, en un trayecto parecido al que hicimos Andrés y yo, pero en dirección contraria; aunque pasaron por otros lugares (¡hay tanto por conocer!). Atravesaron casi a pie el desierto (¿de Atacama?) al norte de Chile, y fue una prueba dura para su relación, pues la deshidratación y la insolación hicieron mella en los ánimos. Ahora viven en el Amazonas, mientras ella recolecta material para su tesis de maestría en fotografía documental, que completará en Londres. Él espera terminar su pregrado en medicina veterinaria el próximo mes (para lo cual deben volver a Bogotá).

Hace un par de semanas estuvieron en Santa Lucía, un poblado indígena sin turistas, alejado de la civilización, que tiene luz eléctrica sólo por tres horas diarias y donde la comunidad se apelotona entera frente a un televisor viejo, pequeñito y con mala señal, para ver lo que pasa en el mundo exterior. Les impresionó la vida de esas gentes, tan natural que son todavía inocentes y donde los niños no conocen el vicio ni la violencia. Arianne tomó fotografías que encantaron a sus profesores de Londres, poco acostumbrados a esos temas gráficos.

Por desgracia, los occidentales no tenemos defensas activas para las enfermedades de la selva a las que los indígenas están acostumbrados (y viceversa). Se contagiaron de una gripa fuerte que un insecto trasmite por la piel. Fiebre, malestar, cama obligada y pastillas recetadas, los dejaron inactivos a los dos un buen par de semanas. Las heladas recientes (más de cinco días seguidos en los que la selva estuvo más fría que Bogotá) debieron hacer también su efecto. Mis visitas, por consiguiente, fueron cortas y espaciadas. Aunque Arianne me ofreció su cabaña para hospedarme cuando yo todavía estaba en Bogotá, preferí dejarlos descansar en estos días y reponer fuerzas. Quizá nos visiten la semana entrante en Canangucho, para ayudar en las labores de desmontaje en las que un par extra de manos de seguro no sobrarán.

Panduro

Panduro pasó a saludar, ya bien entrada la mañana, mientras yo andaba sola en mis ejercicios de tai chi. Iba en su bicicleta prestada hacia el kilómetro 9, donde alguien lo esperaba para tomarse unas cervezas, en pleno mediodía. Sólo toma cerveza pues dice que el anís del aguardiente le sienta mal y es lo que produce guayabo. Es peruano y moreno, con enormes arrugas que le surcan la sonrisa fácil y abierta. Le calculo unos cincuenta años y muchas jornadas de trabajo duro bajo el sol. Le pregunté por qué le decían Panduro, y me enteré que es un apellido peruano, su apellido paterno. Ignoro cuál es su nombre de pila, todos aquí lo llaman Panduro. Pero la verdad es que no le queda mal el nombre, cuando se lo conoce. Es un hombre curtido y recio, que no parece temerle a nada. Bueno, confiesa temerle al Amazonas (el río), pero cualquiera debería tenerle respeto a semejante cantidad de agua, oscura y torrenciosa, en la que no se sabe qué se esconde y que se podría tragar a cualquiera sin que se sepa su suerte; un río venido de las profundidades de una selva que imagino que sólo algunos pocos amazonenses han explorado hasta el fondo. Quizás ni ellos mismos.

Panduro sabe trabajar la madera y le pide permiso a cada planta antes de cortarla. Quizás preferiría no hacerlo, pero no tiene otro modo de subsistencia. Aunque solo cursó hasta tercero de primaria -su padre no quiso darle más estudio-, se defiende por sí mismo desde los diez años y decidió que la mejor universidad era la de la vida. No cambia la vida del campo, pues no se amaña en las ciudades. En las calientes, porque son demasiado calientes (siempre es más fresco estar cerca del bosque, bajo la sombra protectora de los árboles), y en las frías porque entonces no se bañaría nunca, él, que se baña siempre con agua fría. Dice que el agua fría es lo que le evita a uno la vejez, y que por eso los indios se mueren sólo de accidentes o de enfermedades, pero nunca de viejos. El agua caliente hace que lleguen pronto las canas.

Conoce los secretos de las plantas, incluso las que curan el cáncer (una combinación especial de tres plantas de la selva que nunca mueren, aunque las poden de raíz) y asegura que esa es una enfermedad producida por los malos comportamientos. Por ejemplo, las mujeres que tienen relaciones sexuales durante el período menstrual, o que lo hacen hasta tres veces al día. También los hombres que beben demasiado, y se emborrachan con aguardiente o con ron. Piensa que es un mal de la gente con dinero, pues a los pobres nunca les da cáncer (al menos eso dice él). De todos modos algo de cierto debe tener su sabiduría, pues la gente adinerada suele tener preocupaciones y cargas más pesadas y con ellas una carga de estrés más grande, y los tumores terminan llegando por ahí.

Hablar con Panduro en realidad es escucharlo hablar y contar toda clase de historias sobre su vida. Tiene tantas experiencias encima que se siente su áurea de persona sabia, y sabe manejarse perfectamente en este mundo sin haber terminado la primaria. Se ve que es difícil engañarlo o hacerle daño. Piensa que para hacer daño basta con los malos pensamientos, pues la mente es poderosa y lo que llaman brujería, o magia negra, no son más que las malas intenciones dirigidas hacia alguien. Asimismo asegura que basta con llamar a una mujer (o a un hombre) con la mente, para que caiga rendida(o) a sus pies. Se ve que él es capaz de dominar sus pensamientos y seguramente también es perfectamente capaz de todo lo que dice. Quizás así conquistó a sus dos esposas.

Con la primera tuvo una hija a la que nunca conoció, pues le dijo a ella que si lo hacía se la llevaría adentro de la selva a enseñarle todo lo que sabe. De todos modos no está seguro de que sea su hija, pues se fue para ver si la hija lo seguía ("porque la sangre llama a la sangre")... y se quedó sin mujer y sin hija. A su segunda mujer, doña Carmen, la terminó conquistando por ayudarla a salir de la cárcel (asuntos de drogas, con los que pareciera que todos aquí tienen una historia). Él conocía a las autoridades locales, o más bien las autoridades lo conocían a él, pues cuando llegó a Colombia lo interrogaron con polígrafo por no tener papeles y él dijo la verdad: "vine a matar a un hijueputa que maltrataba a mi hermana". Un tal Juan Carlos que se perdió en el Putumayo. De allí lo conocen los policías y los jueces de por aquí. Pero Panduro es un hombre justo, y se le ve en la mirada que no dañaría a nadie solo por hacer el mal.

El caso es que sacó a Carmen de la cárcel y ella se quedó con él. Vivieron 14 años hasta que él entendió que no soportaba vivir a su lado. Lo gobernaba, lo interrogaba y desconfiaba demasiado de su palabra. Aunque él le daba la mitad de lo que ganaba, para ella nunca era suficiente y siempre le pedía más dinero para los hijos del primer matrimonio de ella. Incluso cuando los niñitos ya eran mayores de edad y debían más bien ayudarla a ella. "Es que era para mí el gasto y para ella el gusto", cuenta. Se cansó. A pesar de todo siguen juntos, se hablan y él la considera su mujer, pero él vive en el kilómetro 17 y medio y ella en el 11. Así han podido estar mejor, sin tantas peleas ni problemas. No sobra la cantaleta, pero creo que a Panduro ya se le está endureciendo el oído. Eso o va a tener que decidir nuevas cosas con su vida. Yo no sé todavía lo que son catorce años de convivencia, pero sé que el matrimonio no es cosa fácil para nadie, aunque al principio lo parezca (estoy segura de que ningún casado me llevará la contraria en esto). Y en el caso de Panduro, mejor vivir bien separados que mal juntos.

Aunque Panduro cuente una historia dos veces, nunca se contradice pues habla con la verdad. Para descubrir una mentira, dice, basta con preguntar lo mismo dos veces. Si las respuestas son diferentes, la mentira está descubierta. A la larga, eso es lo que hacemos las mujeres muchas veces, y por eso descubrimos tantas mentiras en los hombres. Hilando cabos sueltos.

Después de fumarse tres Pielrojas seguidos siguió camino en la bicicleta, bajo un sol canicular de mediodía que no lo arredra, "porque se va despacíiiito". Es el estilo local: aquí la gente anda siempre sin afán y sin preocupaciones. Nadie acosa a nadie y los planes se arman justo en el momento. Es difícil planear algo con antelación; como dice Chan, "en el Amazonas todo puede pasar".

Antes de irse me recomendó una receta para las lentejas: mezclarlas con atún y echarles caldo de gallina, para que queden sabrosas. Lo ensayé y funcionó de maravilla, pues las recetas en Canangucho -a kilómetros de la tienda más cercana- tienden a parecerse con el pasar de los días y la poca variedad de ingredientes. Nuestra cocina es abundante en pasta, cebolla cabezona, limones, tomate, atún, sardinas, pescado seco, arroz, café, cereales para el desayuno, plátanos, papas y naranjas. Los bananos y la papaya sólo sobreviven un par de días antes de madurarse demasiado, por el calor y la humedad. Los guardamos en la nevera, que congela todo pues le falta la puerta del congelador interior. Conviene, porque la luz se va todos los días y si la nevera no fuera tan fría la comida se echaría a perder.

Dos incidentes inesperados

Hoy sábado estuve todo el día sola, cuidando la reserva Canangucho (básicamente se trata de permanecer en la cabaña principal), mientras Chan hacía compras y diligencias en Leticia. Esperábamos a diez turistas brasileros que se iban a quedar aquí por esta noche, pero cancelaron a última hora. Malas noticias para Chan, pues esperaba esos ingresos para pagar los gastos del traslado. En todo caso eso era todo lo que estábamos esperando para empezar a desmontar el lugar. Se trasladará al kilómetro 11 y en los próximos cinco días estaremos desbaratando cosas, desmontando cabañas y empacando enseres. Creo que lo más duro serán las 2 cabañas y la maloca, construidas todas en madera con techo de palma (la maloca es toda de palma). Chan debe contratar a dos personas para que le ayuden, además de Panduro (uno de los visitantes más asiduos del lugar, que merecerá un capítulo aparte, en otro post). Lo demás será trabajo de desbaratar las camas, construidas en palo, empacar colchones, y meter en cajas las cosas de la cocina y de la cabaña de Chan, que son las más equipadas.

Tuve un par de incidentes en el día. Por la mañana me bañaba en el lago, en el baño de aquí, hecho a lo natural: una plataformita de madera junto al lago donde uno se baña a totumadas. Es delicioso, porque siempre hace calor y el agua fría es refrescante. Además se puede usar toda la que se quiera, pues vuelve de nuevo al lago y no se desperdicia. Estaba en esas cuando se me cayó el jabón al agua y se fue hasta el fondo, que no parece muy profundo a juzgar por lo que se mide a través del agua clara. No serán más de dos metros de profundidad, pensé. Pero Chan siempre me ha recomendado no meterme al agua pues en el lago hay anacondas y ya todos sabemos lo que puede pasar. Los peces se acercaron curiosos a olisquear mi jabón (¿serán pirañas?, lo parecen...) y comprendí que si dejaba mi jabón allí se desharía entero y sería una fuente innecesaria de contaminación. Pensé en sumergirme apenas por un momento, pero la verdad es que no fui capaz. En vez de eso tuve una idea mejor: fui por el rastrillo con el que se barren las hojas secas, y asunto arreglado. En efecto, el lago tiene poco más de un metro de profundo y la herramienta fue perfecta. No tuve contratiempos.

Bajo un sol abrasivo estuve lavando ropa (mi pantalón ya no aguantaba una puesta más) y barriendo las hojas secas, una tarea de todos los días, pues el viento y la lluvia no dan tregua con los árboles que dan sombra en la entrada, el comedor y la cabaña principal. Recogí la mierda que la gata deja bajo el comedor, según Chan, pero no creo que un gato pueda cagar tanto y trozos tan grandes. Yo creo que son los perros que se meten a buscar comida. Lo cierto es que el lugar vive lleno de mosquitos y a veces es imposible comer con tranquilidad, pues aparte del techo de palma no hay paredes ni mosquiteros para aislar a los bichos. Los mosquitos en la Amazonía son el dolor de cabeza de nativos y extranjeros, y no he sabido de un remedio verdaderamente eficaz, más que acostumbrarse y aceptarlo como una condición "sine qua non" para disfrutar de estos paisajes y estas gentes maravillosas. Los de aquí sufren las picaduras por igual, o quizá menos, pero nadie las puede evitar del todo.


Mientras cocinaba en la mañana tuve mi segundo incidente del día: estaba poniendo un tarro en su puesto cuando sentí tremenda punzada en el meñique que me hizo soltar todo y olvidarme de lo que estaba haciendo. Tan intenso era el dolor. Era como si me clavaran una aguja gruesa hasta el hueso. Me sacudí la mano y en medio del dolor me miré. Tenía clavado un aguijón negro, del que sobresalía una tripa blanca: una picadura de abeja. Afortunadamente no me he cortado las uñas en estos días y pude sacármerlo sin problemas, pero los que hayan sufrido picaduras de abejas sabrán de lo que hablo cuando digo que el dolor permanece igual de intenso por largos minutos ( ¿o serán segundo que parecen minutos?) hasta empezar a desvanecerse lentamente.

Afortunadamente la cosa no pasó a mayores, y quizás gracias a que succioné el picotazo con fuerza, me lavé con agua lluvia abundante y sacudí bastante la mano, no se me hinchó ni se enconó (o quizás porque no pasa eso con las picaduras de abeja... ¿será? ¿ o serán las abejas del Amazonas?). Duró doliéndome todavía un par de horas, pero al cabo se desvaneció del todo y me dejó un dolor de cabeza lejano (lo deduje porque no me dolía la cabeza desde que llegué aquí), y un sopor que me obligó a recostarme un rato antes de seguir mis tareas. Lo superé con un tinto cargado y ponerme nuevamente en actividad para no sorocharme en un largo sueño vespertino. Ya estoy bien del todo y no me quedó ni rastro de la picadura.

Chan volvió sobre las seis de la tarde, cargado con cajas para empacar y algo de mercado para sobrellevar los días que nos faltan. Se nos acabaron las vacaciones aquí, los largos días de mirar el canaguchal y hablar de todo un poco sin hacer mayor cosa que el almuerzo, el baño y algo de aseo. Se nos vienen días duros, de desmontar todo. Pero estoy emocionada: sin duda aprenderé cosas nuevas y además podré retribuirle a Chan la generosidad que tuvo al recibirme aquí.

miércoles, 28 de julio de 2010

Escrito el sábado pasado

Llueve, una vez más. La lluvia en el Amazonas llega de improviso, justo después de que juraste ver el cielo despejado. Empieza con pequeñas gotitas y en un par de minutos puede ser un aguacero con todas las de la ley. Es muy relajante escuchar la lluvia caer sobre los árboles, o sobre el techo de palma de las cabañas. Se duerme muy bien así. La parte jarta es cuando termina de llover, porque es el momento en que los mosquitos se levantan y no dejan títere con cabeza. Yo me he mantenido a punta de tomar Tiamina (algo hace) y embadurnarme con jabón Nopiquex, un pegote con olor a químico que no se enjuaga para que se mantenga en la piel. Después de un tiempo el olor se vuelve adictivo y me la paso oliéndome las manos, quizás para comprobar que todavía está haciendo efecto. En cualquier caso, la mejor protección contra los mosquitos es quedarse metido en la cabaña de Chan, que tiene todos los agujeros cubiertos de angeo y adentro hay un ventilador. Eso los mantiene a raya.

El día de hoy fue relajado, como creo que serán todos los que me restan aquí. Como en mi primera visita iba de sitio de interés en sitio de interés, esta vez he preferido quedarme tranquilita, metida en la reserva, sin ganas de conocer nada más. Solo el hecho de estar aquí para mí es ganancia. Eso podría decepcionar un poco a los visitantes de este blog, que quizás esperaban un montón de aventuras, particularmente tratándose del Amazonas. Pero los viajes nunca siguen los planes que les damos y hay que tomarlos como vienen. Igual que la vida

Desatrasándome

¡Regresé!
Les cuento que logré recuperar mis archivos. No estaban muertos... estaban de parranda. Pues un virus me dañó el sistema de carpetas, pero gracias a Linux (bendito sea el software libre) logré leer la información. Pego aquí los dos días que debía de desatraso y pido disculpas por mi renuncia provocada por la precipitación de los acontecimientos. Aclaro que de todos modos no me queda fácil actualizar el sitio, pero trataré de hacer lo que pueda. Aquí va, pues, mi reporte del viernes pasado:

Ya llegué a la selva. Hoy aterricé en la reserva Canangucho, donde Chan (el gestor y administrador) me recibió tan calurosamente que me siento apenada, pues no sé si pueda retribuirle su generosidad. No he podido comunicarme con la chica que tiene la casa en el árbol, donde iba a quedarme unos días. Ella no tiene teléfono ni medio de contacto más que esperar a que conteste los mensajes que le dejo en Facebook. Pero Chan ha sido mi salvación. Gracias a él puedo aprovechar los últimos días que le quedan a este lugar, pues por desacuerdos con la dueña del terreno tienen que irse. Pero no hay rollo, pues se trasladan a Ágape, una reserva similar que tienen en el kilómetro 11 (5 kilómetros más cerca de Leticia), donde todo está ya montado. Le ofrecí a Chan mi ayuda con el traslado, pero tal parece que es un trabajo demasiado duro para una mujer. Algo saldrá que pueda hacer por él, aunque en este momento no tengo muy claro si me estoy quedando aquí en calidad de invitada o si soy una huésped regular. No importa. De todos modos, el lugar vale la pena en cualquiera de los dos casos, y no pienso hacer mucho más por aquí que respirar aire verdaderamente puro y contemplar el paisaje. Ya en el viaje pasado conocí como turista, creo que en este me dedicaré a la contemplación pasiva.

Hoy, por ejemplo, tuve la oportunidad de contemplar a Avispado, el mico que le trajeron a Chan para ser salvado, pues los cazadores mataron a su mamá. Ahora debe aprender a vivir solo antes de que lo liberen nuevamente en la selva. Pero a juzgar por la manera en que sigue a Chan a todos lados, yo diría que Avispado piensa que él es su mamá y no lo va a dejar tan fácilmente. Chan lo bautizó así, aunque no precisamente por su sagacidad. Ojalá aprenda a vivir salvajemente.

También hay tres gatitos nuevos, hijos de Copal, la gata que estaba en celo la última vez que la vi, hace seis meses. El celo dio sus frutos y Chan está contando los días para regalar a los mininos, pues comen como elefantes (además de lactar) y destrozan todo lo que tienen al alcance, como cualquier gato joven. Me recordó a mis dos gatos, cuando estaban creciendo y cada semana se trepaban medio metro más cerca del techo, y nada parecía detenerlos. Gracias a Dios ya les llegó la adultez y podemos respirar tranquilos. Pero quien haya tenido gatos pequeños puede entender la desesperación de Chan.

Creo que mi llegada aquí sorprendió a alguien en las nubes, pues no llevaba quince minutos en Canangucho cuando se desató un vendaval que nos dejó encerrados cada uno en su cabaña. Pero las tormentas amazónicas son pasajeras (no sé si todas, para ser franca) y una hora después teníamos cielo despejado y sol reluciente.

Mientras escribo esto, la luna casi llena asoma en medio de la espesura y nos acompaña, silenciosa, con el sonido calmante de la selva, de fondo.